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Hasta que la verdad te encuentre

En cierto modo mi vida empezó hace siete días.


Hace siete días sobreviví a un accidente de avión que resultó mortal para el resto de los pasajeros y la tripulación. Sobreviví, pero perdí la memoria. De todo lo que viví hasta el momento en que desperté, dolorida y desorientada en medio de un escenario catastrófico, no queda más que una página vacía en mi memoria. No recuerdo quién soy, ni por qué estaba en ese maldito vuelo con destino a algún sitio que tampoco recuerdo. Y lo que es peor, no sé si entre los cuerpos destrozados y dispersos entre la carcasa desventrada del avión, se encuentra algún miembro de mi familia, un amigo, un hijo...


No recuerdo quién soy, ni de dónde vengo, ni a mi familia, ni a mis amigos, ni mi trabajo, ni mis gustos... Me siento como un recién nacido, desprotegido y sin pasado.


Poco a poco, y sin darme cuenta, he empezado a analizar cada mínimo detalle que pudiera proporcionarme información sobre quién soy. Intento hacer una especie de retrato robot de mí misma. Mi lengua materna parece ser el castellano y, por el acento que escucho en mi pensamiento, creo que soy de España. Pero la lengua a la que recurro naturalmente cuando juro y maldigo —lo que en mi actual circunstancia, sucede bastante a menudo— es el inglés, por lo que es probableque viva en un país de habla inglesa.


La desconocida que me mira desde los trozos de espejo que encuentro tirados por todas partes debe de tener unos treinta y pocos años. Su piel es blanca, sus ojos grises y su cabello castaño claro. Una chica del montón: ni alta ni baja, ni gorda ni flaca, ni fea ni guapa. Dudo que sea muy deportista pues, aparte de la ausencia de músculos marcados, me cansa

andar, me cuesta levantar cosas pesadas y tengo agujetas por todas partes. Y parece que soy bastante torpe, a juzgar por la frecuencia con la que me tropiezo o se me caen las cosas de las manos. Aunque quizás esta torpeza sea pasajera y se deba a la situación en la que me encuentro.


El asiento en el que me desperté era de primera clase. El tipo de ropa que llevaba puesta —pantalones de yoga negros, camisa amplia sobre camiseta oscura y zapatillas de deporte oscuras— podría indicar que me gusta viajar cómoda y que debo ser una mujer práctica.


En el cuello llevo un colgante con una “L”, que podría ser la inicial de mi nombre, aunque ningún nombre que empieza por “L” me resulta familiar —bueno, en realidad, ningún nombre me resulta familiar, independientemente de la letra por la que empiece—. También podría ser la inicial de un hijo o de una abuela, o de la ciudad donde nací, o algo mucho más genérico como “L” de “Love” o de “Lesbiana”. Hasta ahora no me he sorprendido con ninguna habilidad especial y a estas alturas dudo que vaya a averiguar que, como Jason Bourne, soy una máquina de matar que perdió la memoria durante una misión secreta —qué misterioso mecanismo el de la amnesia que borra detalles fundamentales, mientras atesora detalles banales y totalmente desprovistos de utilidad—.


Aunque sólo han pasado siete días desde el accidente, mientras intento sobrevivir, una y otra vez reviso mentalmente todo lo que estoy viviendo, esforzándome por retener la crónica de acontecimientos que se acumulan y cuyo desenlace desconozco. Creo que, como no recuerdo nada de mi pasado, necesito aferrarme al presente, que sí recuerdo. Desconfío de

mi memoria y temo despertar cualquier día y haber vuelto a olvidarlo todo.


Sé que quizás no salga viva de ésta. Tengo miedo y me siento perdida, pero no quiero permitir que el terror me paralice. Así que respiro hondo, me relajo y dejo que los ruidos de la noche y el crepitar del fuego acompañen las divagaciones de mis pensamientos, mientras veo desfilar ante mis ojos sucesos todavía demasiado recientes como para permitirme evaluar las consecuencias que tendrán en esta nueva vida sin recuerdos.


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